El camino de la paradoja es el camino de la verdad. Para probar la verdad de las cosas hay que verlas en la cuerda floja. Cuando las verdades se hacen acróbatas, entonces

Podemos juzgarlas. -O. Wilde

lunes, 12 de abril de 2010

Caudillos democráticos


El insomnio de Bolívar,
por Jorge Volpi, (
11 DE ABRIL DE 2010)
(pp. 110-117, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2009.)

Pregunta: además de ser o haber sido electos como presidentes de sus respectivos países, ¿en qué se parecen Hugo Chávez, Vicente Fox, Álvaro Uribe, Rafael Correa, Evo Morales, Martín Torrijos, Néstor y Cristina Kirchner y Daniel Ortega? Respuesta: fuera de las diferencias que han llegado a enfrentarlos, todos ellos comparten cierto estilo. Aunque sus seguidores jamás aceptarían reconocerlo –“¿quién osa comparar al fascista Uribe con el revolucionario Chávez”, “¿quién se atreve a unir al tiránico Chávez con el liberal Uribe?”- y estarían dispuestos a cualquier sacrificio con tal de borrar esa odiosa hermandad, todos estos líderes, al igual que otros que por muy poco han fracasado en las urnas como Ollanta Humala o Andrés Manuel López Obrador, poseen la misma propensión al populismo, los mismos tics mesiánicos, la misma tentación salvadora y, sobre todo, la misma íntima desconfianza hacia las reglas democráticas. En mayor o menor medida, unos y otros se han presentado ante su público en el papel que la sociedad del espectáculo exige sin falta a los líderes contemporáneos outsiders, descastados, rebeldes que se enfrentan al estamento tradicional dominado por la ineficacia, la corrupción y el amiguismo.

Para tener alguna posibilidad de triunfo en nuestra época, un político no puede parecer un político. Ante el acelerado descrédito que la democracia ha sufrido en América Latina –un proceso que no ha durado 10 años y, en casos como el mexicano, ni siquiera seis-, quienes aspiran a convertirse en gobernantes deben revelarse como implacables críticos del sistema, renovadores absolutos, self-made men que, sólo gracias a su talento y energía individuales, han logrado abrirse paso en el fango de la vida pública. A fin de probar su insumisión, hasta los dirigentes más conservadores se apropian del discurso revolucionario: basta escuchar las invectivas de Álvaro Uribe o incluso de Felipe Calderón para constatar este saqueo del viejo romanticismo de las izquierdas. “La política está podrida, se ha vuelto coto exclusivo de hienas y chacales –repiten una y otra vez-, y sólo yo, el hijo rebelde, el insobornable, el inconforme, seré capaz de salvar a una patria de esos monstruos”. Poco importa que el héroe en turno haya pasado la mitad de su vida medrando en las estructuras que ahora ataca o que posea vínculos de sangre con los personajes que hoy desprecia; para ganar las elecciones, sus asesores necesitan reescribir su biografía a fin de mostrarlo incontaminado, puro, al margen de esa bazofia que los ciudadanos tanto aborrecen: la política. En campaña, incluso los candidatos de los partidos en el gobierno se ven obligados a abjurar de su pasado, de sus protectores y colegas, para disponer de una mínima credibilidad como abanderados del cambio: la palabra mágica que ningún líder, ni siquiera el más conservador, puede dejar de pronunciar. ¿Cambio hacia dónde? No importa: lo relevante es fingir un rompimiento con el statu quo, dejar claro que no se es cómplice de las componendas y corruptelas previas, que se es libre de ataduras, por más que subrepticiamente hasta los candidatos más radicales establezcan acuerdos con los empresarios, el ejército y la Iglesia, o incluso con distintos grupos criminales.

El descrédito de la política acarrea el inevitable descrédito de la democracia: si el sistema no funciona, si las desigualdades no se limitan, si el país se mantiene en la ruina o no crece lo suficiente, si perseveran el crimen y la impunidad, no es culpa de la ineficacia de los funcionarios, sino del sistema en su conjunto. La democracia queda exhibida entonces como un régimen disminuido, incapaz de ofrecer al líder los instrumentos que le permitan tomar decisiones drásticas para remediar las taras de la nación. La guerra hacia la política corrupta que enarbolan los nuevos caudillos democráticos (aclaro que uso el término en sentido negativo, sin la ambigüedad de Vargas Llosa al referirse a Berlusconi) se convierte en una guerra contra la democracia: “Si no soy capaz de cumplir mis promesas, si no logro atajar la inseguridad, si no consigo acelerar el crecimiento, si no disminuyo la inequidad, es porque el congreso o la ley o los jueces me atan de manos, porque los derechos individuales protegen a los delincuentes, porque las torpes normas del antiguo régimen me impiden tomar medidas contundentes”. ¿Y quiénes son las rémoras que impiden la transformación prometida por el nuevo caudillo? Los otros políticos, por supuesto. Y en particular quienes medran en las sucias aguas de los otros poderes estatales: representantes populares y magistrados. Los ataques contra los corruptos o abúlicos miembros de los poderes legislativo y judicial resultan tan frecuentes como previsibles: son ellos quienes atajan la capacidad de acción del caudillo democrático y lo condenan a la parálisis. Principal objetivo al llegar a la presidencia: sanear el poder judicial –lo cual casi siempre significa atajar su independencia- y echarle la culpa de todos los males a los primitivos, antipatrióticos y gansteriles miembros del legislativo. Si bien es justo admitir que los caudillos suelen acertar en su diagnóstico –incontables jueces se caracterizan por su venalidad y la calidad moral de diputados y senadores en general es deplorable-, sus ataques minan el balance entre los distintos órdenes del Estado. (En casos como el mexicano ocurre lo inverso: es el congreso, desprovisto de una mayoría clara, quien boicotea las iniciativas del presidente.).

No resulta extraño, pues, que los caudillos democráticos inviertan toda su energía en lograr la aprobación de leyes que amplíen sus facultades y disminuyan el poder de los tribunales y el congreso: los proyectos constitucionales de Chávez, Correa o Morales, al igual que la reforma constitucional que permitió la reelección de Uribe, comprueban esta tesis. Da igual si el líder es de izquierda o de derecha –términos que resultan cada vez más irrelevantes-: la crisis económica, la seguridad nacional o la lucha contra el narcotráfico serán invocadas una y otra vez para justificar los asaltos a la legalidad. Comprados o diezmados, jueces y legisladores extravían sus facultades, se supeditan a los deseos del caudillo y se transforman en comparsas. El diorama democrático se mantiene para evitar las acusaciones de autoritarismo, aunque en la práctica el equilibrio de poderes se reduzca al mínimo. Gracias a este tipo de maniobras, el caudillo evita rendir cuentas a través de las vías institucionales y puede consagrarse, en cambio, a seducir a su público.

Las herramientas básicas para evaluar su trabajo no son los votos o las comparecencias ante los parlamentarios, sino las encuestas y sondeos de opinión: la popularidad inmediata, evaluada día a día y a veces hora con hora como la audiencia de una telenovela, se vuelve la única forma de medir su tarea de gobierno. Las acciones a largo plazo, los planes estratégicos o la cuenta de resultados dejan de interesarle: el caudillo democrático no trabaja para la Historia –y menos en una época de memoria tan corta-, sino para el aplauso y la celebridad instantáneos. Igual que los productores televisivos con sus guionistas, sus asesores de imagen lo obligan a alterar sus decisiones sobre la marcha para conservar o aumentar su nivel de aprobación. Más que como político –profesión turbia y detestable-, el caudillo democrático se asume como estrella pop: su vida privada se torna tan visible como su proceder público y llega a definir su agenda; sus discursos no pretenden convencer a los ciudadanos o informarlos sobre sus decisiones, sino inflamarlos con su efusividad, conmoverlos con sus vicisitudes o escandalizarlos con sus chistes y salidas de tono; sus apariciones públicas se alejan de los recintos oficiales y en especial de los lugares donde su imagen puede quedar lastimada –el congreso o las entrevistas con la prensa crítica-, y se concentran en la radio y la televisión, de preferencia en talk shows con periodistas de espectáculos; y, en última instancia, el líder se atreve a conducir su propia stand-up comedy, como Chávez o Fox. El caudillo democrático se aleja de las Cámaras y se rinde ante las cámaras.

La sociedad del espectáculo se pliega sobre sí misma: el gobierno no sólo se adecua a las reglas del show Business, sino que se confunde con él. Big Brother –y no, como se suponía décadas atrás, Big Brother- es el paradigma de la política moderna: el presidente, sus ministros, diputados, senadores, jueces y alcaldes son televisados en vivo, sin tregua, a todas horas; cuanto tienen algo importante que decir, imitan las confesiones de los participantes del reality show frente al diván (el viejo recurso escénico del “aparte”) o se decantan por las filtraciones a la prensa; los más aburridos o antipáticos –no necesariamente los peores-, son expulsados de sus puestos debido a sus malos resultados en las encuestas, y al final gana quien mejor ha resistido los ataques y se ha hecho más carismático a ojos de los televidentes (o, si se quiere destruir a un rival, basta con grabarlo en una maniobra turbia y enviar el vídeo, anónimamente, a una televisora o a un programa de radio). Aun cuando este fenómeno se reproduce en todas partes, en pocos sitios se ha vuelto tan acusado como en América Latina, acaso por el temple locuaz y bullanguero de nuestros líderes.

El show del caudillo democrático concede un gigantesco poder a los medios electrónicos y en particular a la industria televisiva. La caja idiota se disfraza de caja democrática: el único contacto que la mayor parte de la población tiene con sus dirigentes. Fuera de los pocos ciudadanos que leen periódicos, revistas y libros en América Latina –un porcentaje ridículo-, el resto no tiene otra posibilidad de mantenerse informado sobre las acciones y resultados del gobierno si no es a través de los noticieros. Mientras la radio e Internet permanecen como espacios para la diversidad de opiniones, la televisión se presenta como espejo de la realidad política: el traslado inmediato de los hechos, en directo, a la comodidad del hogar. Por ello, el caudillo democrático se ve obligado a pactar con los dueños de las empresas mediáticas, las únicas que pueden garantizarle popularidad, y, como una estrella de culebrón, firma cláusulas secretas para que los productores resalten sus mejores ángulos (y escondan sus defectos).

En medio del capitalismo feroz que impera en América Latina, la democracia se revela entonces como un gigantesco negocio para los medios: los gobiernos centrales y locales invierten millones de dólares en promover sus acciones –o de plano la imagen de ciertas figuras-, y cada temporada electoral anuncia una época de jauja para las cadenas de radio y televisión. En los lugares donde no está reglamentada la transferencia de dinero público a estas empresas, las pantallas se ven inundadas con una infinita variedad de spots políticos: a mayor inversión, mayores posibilidades de victoria. Cualquier candidato que se atreva a desafiar este sistema queda condenado al fracaso: la amplificación electrónica de sus virtudes y defectos, reales o imaginarios, puede determinar el futuro de su carrera. (En México, una reforma reciente intentó arrebatar este poder a las televisoras, prohibiendo la contratación de tiempo aire por parte de particulares y partidos para promover a un candidato. El resultado ha sido, por el momento, caótico: el Instituto Federal Electoral se ha convertido en una central de pautas publicitarias, los televidentes han recibido miles de insulsos spots a todas horas y las grandes televisoras han explorado todos los resquicios de la ley para burlarse de las autoridades electorales.).

La pelea frontal con una televisora puede ser la peor pesadilla para un caudillo democrático: de allí los invariables intentos por seducirlas, chantajearlas, amenazarlas o, en última instancia, expropiarlas. Unos ejemplos. Más allá de las acusaciones de fraude enarboladas por López Obrador en 2006, no cabe duda de que los arteros ataques en su contra, donde se le presentaba como un émulo de Hugo Chávez, reproducidos una y otra vez en la televisión mexicana –y pagados por un grupo de empresarios de derechas- acabaron con la ventaja que le otorgaban los sondeos. En el otro extremo, la drástica cancelación de la concesión de la cadena RCTV ordenada por Hugo Chávez –el cual por supuesto no se ha preocupado por volver a licitarla- demuestra su temor frente a la única oposición capaz de amenazarlo.

Los vínculos de los nuevos caudillos con la industria mediática constituyen uno de los mayores peligros para la democracia en América Latina: destruyen el equilibrio de poderes y anulan la posibilidad que los dirigentes rindan cuentas de sus actos. Arropado por su popularidad –es decir, el cobijo de los medios-, el caudillo democrático acumula un poder anómalo que no puede ser limitado a través de mecanismos institucionales. El show Business desfigura la política: presenta la democracia como una telenovela y los gobernantes como héroes o villanos según la lógica del ratings y las tarifas comerciales. Poco importa que la gestión del gobernante sea aprobada por la mayor parte de la población –el primer Chávez o el último Uribe-: la falta de cotos al poder personal siempre constituye una grave amenaza para las libertades cívicas.

Decálogo del caudillo democrático

1.- Utilizar la palabra democracia en toda ocasión, cada vez que sea posible, machaconamente, sin importarle las medidas que adopte.
2.- Utilizar la palabra cambio en toda ocasión, cada vez que sea posible, machaconamente, sin importar las medidas que adopte.
3.- Acusar a todos los adversarios como “antidemocráticos”.
4.- Presentarse como una persona normal, capaz de entender los problemas de la gente, nunca como un político profesional (por más que haya pasado los últimos veinte años en la política) y emplear siempre un lenguaje coloquial (de preferencia trufado con palabras altisonantes, frases populares y dobles sentidos).
5.- Vituperar una y otra vez la política y a los políticos y denunciar con violencia las prácticas corruptas del antiguo régimen (aunque se haya formado parte de él).
6.- Hablar despectivamente de “lo que se decide” en México, o en Lima, o en La Paz, o en Buenos Aires, o en Bogotá, o en Washington, o en cualquier otra capital.
7.- Arremeter con los privilegios de los ricos (aunque en secreto se pacte con ellos), defender la soberanía en contra de los espurios intereses extranjeros (mientras se hacen negocios con toda clase de empresas transnacionales); y señalar, de vez en cuando, algún intento golpista diseñado para detener el cambio.
8.- Presentarse como la única persona en el universo capaz de combatir el crimen y acabar con la impunidad (pese a pactar en secreto con distintos grupos criminales o proteger a sus subordinados aunque conozca sus actos delictivos).
9.- Mandar al diablo a las instituciones y señalar su complicidad con los enemigos de la democracia.
10.- Prometer un nuevo orden legal que por fin recogerá la voluntad democrática de la nación (aunque en realidad sólo busca acrecentar el propio poder) y de preferencia exigir la aprobación de un nuevo texto constitucional.




viernes, 9 de abril de 2010

PARA REFLEXIONAR....

DECLARACIONES DE CHICO BUARQUE. MINISTRO DE EDUCACIÓN DE BRASIL.


No todos los días un brasileño les da una buena y educadísima bofetada a los estadounidenses. Durante un debate en una universidad de Estados Unidos, le preguntaron al ex gobernador del Distrito Federal y actual Ministro de Educación de Brasil, CRISTOVÃO 'CHICO' BUARQUE, qué pensaba sobre la internacionalización de la Amazonia. Un estadounidense en las Naciones Unidas introdujo su pregunta, diciendo que esperaba la respuesta de un humanista y no de un brasileño. Ésta fue la respuesta del Sr. Cristóvão Buarque:

'Realmente, como brasileño, sólo hablaría en contra de la internacionalización de la Amazonia. Por más que nuestros gobiernos no cuiden debidamente ese patrimonio, él es nuestro. Como humanista, sintiendo el riesgo de la degradación ambiental que sufre la Amazonia, puedo imaginar su internacionalización, como también de todo lo demás, que es de suma importancia para la humanidad. Si la Amazonia, desde una ética humanista, debe ser internacionalizada, internacionalicemos también las reservas de petróleo del mundo entero. El petróleo es tan importante para el bienestar de la humanidad como la Amazonia para nuestro futuro. A pesar de eso, los dueños de las reservas creen tener el derecho de aumentar o disminuir la extracción de petróleo y subir o no su precio. De la misma forma, el capital financiero de los países ricos debería ser internacionalizado. Si la Amazonia es una reserva para todos los seres humanos, no se debería quemar solamente por la voluntad de un dueño o de un país. Quemar la Amazonia es tan grave como el desempleo provocado por las decisiones arbitrarias de los especuladores globales. No podemos permitir que las reservas financieras sirvan para quemar países enteros en la voluptuosidad de la especulación.
También, antes que la Amazonia, me gustaría ver la internacionalización de los grandes museos del mundo. El Louvre no debe pertenecer solo a Francia. Cada museo del mundo es el guardián de las piezas más bellas producidas por el genio humano. No se puede dejar que ese patrimonio cultural, como es el patrimonio natural amazónico, sea manipulado y destruido por el sólo placer de un propietario o de un país. No hace mucho tiempo, un millonario japonés decidió enterrar, junto con él, un cuadro de un gran maestro. Por el contrario, ese cuadro tendría que haber sido internacionalizado. Durante este encuentro, las Naciones Unidas están realizando el Foro Del Milenio, pero algunos presidentes de países tuvieron dificultades para participar, debido a situaciones desagradables surgidas en la frontera de los EE.UU. Por eso, creo que Nueva York, como sede de las Naciones Unidas, debe ser internacionalizada. Por lo menos Manhatan debería pertenecer a toda la humanidad. De la misma forma que París, Venecia, Roma, Londres, Río de Janeiro, Brasilia... cada ciudad, con su belleza específica, su historia del mundo, debería pertenecer al mundo entero. Si EEUU quiere internacionalizar la Amazonia, para no correr el riesgo de dejarla en manos de los brasileños,internacionalicemos todos los arsenales nucleares. Basta pensar que ellos ya demostraron que son capaces de usar esas armas, provocando una destrucción miles de veces mayor que las lamentables quemas realizadas en los bosques de Brasil.
En sus discursos, los actuales candidatos a la presidencia de los Estados Unidos han defendido la idea de internacionalizar las reservas forestales del mundo a cambio de la deuda. Comencemos usando esa deuda para gara

ntizar que cada niño del mundo tenga la posibilidad de comer y de ir a la escuela. Internacionalicemos a los niños, tratándolos a todos ellos sin importar el país donde nacieron, como patrimonio que merecen los cuidados del mundo entero. Mucho más de lo que se merece la Amazonia. Cuando los dirigentes traten a los niños pobres del mundo como Patrimonio de la Humanidad, no permitirán que trabajen cuando deberían estudiar; que mueran cuando deberían vivir. Como humanista, acepto defender la internacionalización del mundo; pero, mientras el mundo me trate como brasileño, lucharé para que la Amazonia, sea nuestra. ¡Solamente nuestra!',

OBSERVACIÓN: Este artículo fue publicado en el NEW YORK TIMES, WASHINGTON POST, USA TODAY y en los mayores diarios de EUROPA y JAPÓN.
En BRASIL y el resto de Latinoamérica, este artículo no fue publicado.

martes, 6 de abril de 2010

Vidas jugadas

El Chipi tiene la vida jugada desde hace rato. No hay horizontes detrás de sus ojos. Cuando mira, no ve. Hace rato que dejó de ver. A lo mejor por temor a verse. Por espejarse en los horrores del camino en el que fue siempre una piedrita que rodaba más y más hacia los abismos.

Se para frente al mundo como en un pedestal y prepotea la vida para imponerse y no exhibir su fragilidad. Esa que le nació, tal vez, aquel día en que apenas tenía 8 años y el viejo le dijo “vení, ya sos un hombre. Vas a hacer de campana”. No sabe cómo pero el tiempo pasó y ya tiene 14 ó 15. A veces ni él lo recuerda.

Es una estadística el Chipi. Uno de tantos. Un número al que nadie registra. Porque el tiempo que fue transcurriendo, a ritmo distinto que en los demás, le fue devorando las ganas y opacando los ojos. Esos que alguna vez supieron ser almendrados y luminosos. Pero ya no. Hoy suele asemejarse a un fantasma que deambula sin rumbos ni metas.

La primera vez fue como un flash. Sintió que era mago y marionetero al mismo tiempo. Que se olvidaba de todo y recordaba cosas que quizás ni siquiera habían existido. El paco lo enamoró. Como un amor gitano que le devoró el cerebro. Como tantas veces, se dejó subyugar por la necesidad de evadir la casa, el barrio, su gente, el viejo, la calle, la vida entera y aspiró hondo de la bolsita.

Pero el paco es otra cosa. El Chipi dice que siente que le salta el corazón o a veces se le detiene. Que la adrenalina le corre por el cuerpo y se asusta de todo. Y al mismo tiempo escucha los sonidos de las hojas que se desprenden de los árboles como queriéndose ir del mundo. Como le pasa al Chipi pero él no puede. En esos momentos piensa que la muerte lo espera y le abre los brazos entonces se entrega. Pero no. Extrañamente sigue viviendo. Entonces recae a pocos segundos de que el efecto se le diluya porque de otro modo la tormenta lo baña de una angustia insoportable. No más de cinco minutos y de vuelta a clamar por más y más en un círculo imparable.

Pedro Saposnik, director del Hospital Penna, dijo alguna vez que “los chicos se dan cuenta que se están muriendo de a poco y algunos no lo pueden soportar, no pueden esperar a verse morir y lo hacen ellos mismos rápido, suicidándose”. A pibes como el Chipi y los miles de Chipi que deambulan por los arrabales de la vida les dicen “San la Muerte”. Por esas flacuras extremas y esos rostros demacrados. Con los sueños vendidos al primer mercader de cada esquina.

Alguna vez, Pity Alvarez, de la banda Intoxicados, contó que “la pasta base puede ser tu patrona. No la puedo dejar y es un garrón. No soy libre. Se me van las ganas de hacer música y de acariciar a mis perros. No puedo parar y es como estar muerto”.

Eduardo Laborato, referente de Sedronar, advirtió –junto a las Madres del Paco- que “cuando hablamos de drogas, decimos que siete de cada diez niños con una adicción, muere”.

La muerte se los lleva demasiado pronto. Sin dejarles saborear de la vida los manjares más bellos. Jugar a la pelota. Saltar la soga. Treparse a un árbol. Desgajar una naranja y reirse a las carcajadas hasta que la panza duela. Comer un chocolate o correr bajo la lluvia hasta desfallecer de pura felicidad.

Siete de cada diez adictos no sabrán lo que es tener un hijo ni sabrán de utopías y de caricias. El Chipi puede ser uno de esos siete. Y él lo intuye. Por eso vuelve una y otra vez más sobre ese veneno maldito que le intoxica la sangre y le destruye las palabras y el pensamiento. Siempre regresa y esas ínfimas partículas le deshacen los pulmones hasta transformarlos en náuseas que buscan el afuera.

Son los excluidos de los excluidos. Las últimas piezas de un sistema se van derrumbando en un proceso de enorme violencia. Los 90 democratizaron en vastos sectores infinitas indignidades. Y se impuso un estado social en el que con extrema perversidad se asoció el círculo represivo y el disciplinamiento social. Se llenaron los barrios más pobres de esa droga barata y cruenta que fulmina a los pibes impiadosamente. Y la ecuación es perfecta: encerrarlos o matarlos. Con la bala o con la droga.

La socióloga Alcira Daroqui escribió que “se expanden el tráfico y el consumo de drogas en los sectores más pobres, lo que también puede ser entendido o al menos debería ser analizado como otra estrategia de gobernabilidad en clave de neutralización e incapacitación de esos sectores”.

Siete de cada diez. Setenta de cada cien. Setencientos de cada mil. Se van cayendo por los acantilados de la vida como las piezas de un dominó malvado parido bajo los efectos de la inequidad. Son los residuos. Los sobrantes. Los sin retorno. Son la resaca del sistema que es necesario desactivar sin miramientos. Y la disyuntiva es tajante: disciplinarse o morir.

Claudia Rafael

Fuente pelota de trapo (Argentina)

sábado, 3 de abril de 2010

Proverbios

Un viejo proverbio enseña que mejor que dar pescado es enseñar a pescar



El obispo Pedro Casaldáliga, que no nació en América pero la conoce por dentro, dice que sí, que eso está muy bien, muy buena idea, pero ¿qué pasa si nos envenenan el río? ¿O si alguien compra el río, que era de todos, y nos prohíbe pescar? O sea: ¿qué pasa si pasa lo que está pasando? La educación no alcanza.

Armada mía

Juan Antonio Medina estaba sentado en su casa, viendo televisión.

La publicidad no le había merecido nunca una opinión muy favorable, que digamos; pero escuchó un anuncio que se abría con una frase que no estaba nada mal:

- Mujer amada es mujer segura.

Las imágenes que seguían eran revólveres y pistolas de menudo tamaño, dagas de resorte, pulverizadores que dejaban al enemigo frito en el suelo y otros adminículos portátiles, de tamaño adecuado para la cartera de la dama en tiempos difíciles.

Entonces, Juan Antonio se dio cuenta de que había escuchado mal. El anuncio había dicho:

- Mujer armada es mujer segura.

La comunidad internacional

El pollo, el pato, el pavo, el faisán, la codorniz y la perdiz fueron convocados y viajaron hasta la cumbre. El cocinero del rey les dio la bienvenida: - Os he llamado -explicó- para que me digáis con qué salsa queréis ser comidos.

Una de las aves se atrevió a decir: - Yo no quiero ser comida de ninguna manera. Y el cocinero puso las cosas en su lugar:
- Eso está fuera de la cuestión.

El experto internacional

Escuché esta historia en diversos lugares, atribuida a diferentes personas, por lo que sospecho que cualquier parecido con la realidad ha de ser mera coincidencia. He aquí la versión que recibí en la dominicana.

Piaban los niños y los pollitos alrededor de doña María de las Mercedes, que cloqueando arrojaba granos de maíz a sus gallinas. En eso estaba ella, aquel día como todos los días, cuando un automóvil emergió, resplandeciente, desde una nube de polvo en el camino que venía de Santo Domingo. Un señor de traje y corbata, maletín en mano, le preguntó:

- Si yo le digo, exactamente, cuántas gallinas tiene, ¿usted me da una?

Ella hizo una mueca.

Y acto seguido él encendió su computadora Pentium IV de l.5 GB, activó el GPS, se conectó por teléfono celular con el sistema de fotos satelitales y puso en funcionamiento el contador de pixels:

- Usted tiene ciento treinta y dos gallinas.

Y atrapó una y la apretó entre los brazos. Entonces, doña María de las Mercedes Holmes le preguntó:-Si yo le digo en qué trabaja usted, ¿me devuelve la gallina?

El hizo una mueca.

Y ella dijo:

- Usted es un experto de una organización internacional. Recuperó su gallina y explicó que era fácil, cualquiera se daba cuenta: - Usted vino sin que nadie lo llamara, se metió en mi gallinero sin pedir permiso, me dijo algo que yo ya sabía y me cobró por eso.

Costumbres

Un candidato de las fuerzas de izquierda llegó al pueblo de San Ignacio, en Honduras, durante la campaña electoral de 1997. El orador trepó a la escalera que hacía las veces de estrado y ante el escaso público proclamó que la izquierda no soborna al pueblo, no vende favores a cambio de votos:

- ¡Nosotros no damos comida! ¡No damos empleos! ¡No damos dinero!

- ¿Y qué mierda dan, entonces? -preguntó un borrachito, recién despertado de su siesta bajo un árbol de la plaza.

Tradiciones

La palabra y el acto no se habían encontrado nunca. Cuando la palabra decía sí, el acto hacía no. Cuando la palabra decía no, el acto hacía sí. Cuando la palabra decía más o menos, el acto hacía menos o más.

Un día, la palabra y el acto se cruzaron en la calle. Como no se conocían, no se reconocieron. Como no se reconocieron, no se saludaron.

Rumbos

Andaba yo perdido en las calles de Cádiz, por obra y gracia de mi agudo sentido de la desorientación, cuando un buen hombre me salvó.

El me indicó cómo llegar al mercado viejo, y a cualquier otro destino en los caminos del mundo:

- Tú haz lo que la calle te diga.

Página 12

Eduardo Galeano

Periodista y escritor uruguayo, autor de Las Venas Abiertas de América Latina, La canción de nosotros, Días y noches de amor y de guerra, Las palabras andantes, El libro de los abrazos, entre otros